EL CONOCIMIENTO DEL NO CONOCIMIENTO
EL CONOCIMIENTO DEL NO CONOCIMIENTO
―El discurso amoroso de Juan Gil-Albert―
Pedro Gandía / El Mono-Gráfico, n. 9, Valencia (España) ― 1991
“Porque amar, verdaderamente, consiste en centrar en alguien la atracción del cosmos”. Esta definición lapidaria de la acción amorosa se repite casi idéntica en tres novelas de Juan Gil-Albert ―Valentín (1974), Los arcángeles (1981) y Tobeyo o Del Amor (1990)―, y no de un modo fortuito sino como el engranaje ideológico que las conjunta para constituir su trilogía del amor[1] Aquello que se advierte en la nota liminar de Valentín puede extenderse también a las otras dos obras: lo que se cuenta en ellas se eleva a la categoría de tratado amoroso.
En cada una de estas obras, el lector comprueba que los hechos se reconstruyen exclusivamente para la reflexión del sujeto amoroso, cuyo modo de recibir placer lo ennoblece. Así, tras leer unos versos de Teognis de Megara sobre quienes “hacen el amor a los jóvenes”, Claudio, el alter-ego del autor de Los Arcángeles, nos confiesa: “[…] tales palabras […] Me dan el ser. Un ser con su sentido propio, con sus nexos latentes en los arcanos de la materia, del soma, como ellos dirían, para reaparecer después, como si desdeñara el proceder de estadios intermedios, en las cimas de la vida espiritual, de la psike, según su expresión, en la cumbre, enigmáticamente luminosa, de los que se llama la alta cultura. Esto es lo que me centra, saber que soy; como un sentido, con un sentido tan ambicioso, aunque se me niegue el hacer partícipe a los demás de mi sentimiento[2]. Los mismos versos de Teognis vuelven a sonar en Tobeyo o Del Amor: “Una tarde, frente a dos tazas de té, en casa de Magda, ésta le leyó los fragmentos de un poema griego que acababa de traducir y que pensó que le iba a Claudio como anillo al dedo. La versión entre liberal y libre, balbuceante, debido a que Magda no quería al pulirla correr el riesgo de que se evaporara su esencia, decía así: “Sobre el cuello de los que hacen el amor a los muchachos pesa siempre el yugo de un infortunio, testimonio doloroso de su hospitalidad excedida. Porque buscar afanosamente el amor de un joven es tal como poner la mano sobre una hoguera de sarmientos” (Teognis de Megara). El efecto fue sorprendente. Claudio no se entristeció, se exaltó. Esa prohibición que parecía confesarse dada la dificultad del proyecto: atraer a un joven, retenerlo, poner la mano sobre él, alumbraba en Claudio la oscuridad del camino emprendido”[3]
Al igual que la de Montaigne, la obra gil-albertiana está marcada por el yo, un yo fiel a sí mismo que defiende, desde la marginalidad, su libertad de ser distinto para alcanzar, con la razón, una razón de amor, el conocimiento del ser como realidad última. Es la suya, pues, una rebeldía contra lo dispuesto, a favor de su particularidad, que no genera un pathos sino sabiduría. El conocimiento es la luz, la luz del ser. Esta experiencia lumínica tiene en Gil-Albert un valor metafísico. Se aspira a una iluminación intelectual por la que asumir una conciencia cósmica. El universo al que se abre, por la experiencia con la luz, trasciende el universo profano.
Gil-Albert elige el amor como vía cognitiva y, en ello, pone toda su vida[4]. En el capítulo primero de Los Arcángeles, de reflexiva hondura, Claudio se dirige a sí mismo una serie de preguntas asertivas: “¿Para mi el amor ha sido una experiencia o el hallazgo genuino que requería para mi naturaleza la comprensión del mundo? ¿Y, más aún, de la vida misma, considerada en una estricta realidad esencial? Sí, partamos de este punto…”[5] Y en Tobeyo o Del Amor se nos dice que Claudio: “Sufría, entonces, como cualquier enamorado, pero no exactamente del mismo modo, por lo que él, sin saberlo enteramente, buscaba, más que la posesión, el conocimiento”[6]
El racionalismo gil-albertiano está fundamentado en lo poético. Se trata de un racionalismo espiritual que entra en el ser, que se entraña en su propia historia para transparentarlo. Gil-Albert tiene vocación de transparencia, la transparencia de la verdad, por esa razón de amor ya apuntada. Su pensar es, ante todo, un descifrar lo que siente. Se consumaría así el doble tránsito entre el posesionarse de su vida y la posesión que la vida logra de la existencia al ser poseída. Posesión que es unión en el amor como conocimiento. Todo cuanto Gil-Albert conozca será por el amor, y todo cuanto ame será por el conocer amando. La búsqueda de la verdad es un acto amoroso donde el pensamiento rescata la experiencia del mito y del cosmos. Es, por ello, la suya una voz cargada de nostalgia de una época ideal específica: “… aquel mundo helénico antes de Cristo y antes, por tanto, de Sócrates y de Platón, un mundo en el que el vigor humano […] había vivido una etapa feliz en la que lo físico y lo psíquico sonaron en un acorde irrepetible antes de quedar desligados, definitivamente, en dos notas distintas”[7] Exiliado de aquel mundo mítico, el amante gil-albertiano necesita elevar al objeto amado a la categoría de mito para comprender el mundo, alcanzar el conocimiento y armonizarse con el Cosmos. Se trata de un valimiento alegórico, de coincidencia oppositorum[8], donde el amante y el amado se corresponden con lo físico y lo psíquico, espíritu y materia que, “con-centrados”, constituyen el yo-ser. Y así se apunta en el capítulo primero de la parábola Los Arcángeles, que se abre con el soliloquio, de cierto tono budista, del que entresacamos: “¿A quién me busco, a mí mismo? Sí, a mí mismo, ya que lo otro calla, se me aparta, se me reduce a lo inexistente […] Sí, concentrémonos, me digo, alma mía; concentrémonos tú y yo, que soy tu cuerpo […] yo en ti, tú en mí: como amantes perfectos”[9] Hay en Gil-Albert una tendencia del espíritu a regresar al uno-todo. Con esta invocación ritual de la integración del espíritu y la materia se persigue la obtención de una unidad-totalidad, de alcanzar la realidad absoluta. Y, al final de la obra, se precisa y resume lo ya apuntado: “Yo soy el amigo y el amante, mi misma proyección. Lo demás son las brisas pasajeras que el mundo y sus criaturas nos envían”[10].
Gil-Albert alcanza la lógica del corazón o la lógica de las entrañas por su entendimiento consigo mismo. A la manera del Zaratustra nietzscheano, penetra en los ínferos de sus propias entrañas, un viaje al interior de sí mismo que le hace comprender mejor su relación con el exterior. Y así descubre que pensar (razonar) en aprender a salir de nosotros, a trascendernos en busca de lo que nos trasciende, que, de algún modo, está en nosotros mismos. Y es la trascendencia de “dentro”, la de las “oscuras cavernas del sentido” que diría Lezama Lima, la huella de la plenitud primigenia.
Gil-Albert está condenado a amar, una “condena” cifrada en el fondo de lo humano y del cosmos. El hombre está condenado a amar por su propia condición deficitaria, que, sentida o pensada, lo lleva a sobreponerse y sobrepasar ese déficit primario, a padecer su propia trascendencia rebasando, siempre a medias, la carencia, separación o alejamiento de lo divino.
El objeto amoroso gil-albertiano se manifiesta en unas coordenadas afines a la metafísica panindia de la luz, para la cual la divinidad se revela mediante esta, los seres más puros la irradian, y la cosmogonía es equiparable a una epifanía luminosa; dicho de otro modo: los dioses y los hombres resplandecen cuando se identifican con la realidad última, con el ser. Así, por ejemplo, es visto Valentín por Richard en la campiña toscana: “Cuando lo vi aquel día desnudo, en medio del agua, tuve la impresión de que contemplaba, en su marco apropiado, la figura de un dios; la impresión, casi dolorosa, de encontrarme en presencia de un mandato, de una súbita humillación, sí, de algo resplandeciente pero avasallador y que, como un magnético empuje, disponía de mí paralizando mi voluntad”[11] ; o después: “Ese halo que circunscribía la figura de Valentín lo acompañaba; era el reflejo de su encanto personal en la luz que lo envolvía y que no se sabía bien si era externa o emanaba de él”[12]. El feliz encuentro de Claudio con Miguel, en el pinar, se corresponde igualmente con una teofanía de un resplandor deslumbrante: “Casi en el acto se volvió y su rostro, sonrosado por el ejercicio, aparecía con tanta luz que no se acertaba a entresacar sus rasgos y sí sólo el resplandor de su expresividad”[13] Y, si Claudio lo rememora, lo ve representado como una estrella benéfica y exclama: “… cuando surge, en algún momento de silencio, como en las tardes tranquilas de junio, me retardo en su contemplación sabedor de que sus rayos me infunden calor, de que su culto me ennoblece”[14].
Es, sin embargo, el personaje de Tobeyo quien configura, de un modo más preciso e insistente, la estatua luminosa del amor, del amor como conocimiento. Claudio lo rememora así: “Tobeyo fue un signo del Zodíaco por el que yo pasé un día. Brilló entonces con luz propia que no quiere decir que se haya extinguido, pero sí que ha ido a ocupar, en su distancia, el lugar definitivo que le corresponde, por así decirlo, el de su perennidad”[15]. Contemplando a Tobeyo, Claudio “bebía con sus ojos, como otro vino, el fulgor de aquella imagen viva”[16]. A veces lo compara con el sol: “Tobeyo era el sol nocturno”[17]. Otras, con la divinidad misma: “Claudio descubrió abajo, en el claustro, a Tobeyo que, llegado a la capital, nos buscaba. Durante aquellos tres días los vi vivir juntos. Claudio absorto, como si hubiera entrado en contacto con la divinidad”[18]. Y es que “para Claudio, Tobeyo obró como un hecho vivo en forma humana y que nos revela, con su presencia, una verdad; una verdad plena, y deslumbrante, sin dejar de ser oscura. Por llamarlo con el mismo vocablo favorito de Claudio: un dios”[19]. Y, cuando Claudio rememora al joven barman mexicano, está contemplando a un “Tobeyo-Ídolo en su altar de botellas-relicarios”[20]; pues, en el recuerdo, “Tobeyo se había convertido, a su altura de dos mil metros, en medio de los Océanos, en un ídolo. No en una religión frustrada, en un mito perpetuado ya pero incomunicable. Como todo lo que se adoró. Y que, estatuario, sigue exigiéndonos las muestras del culto”[21]. Mito incomunicable y verdadero: eso es en lo que, definitivamente, se ha transformado la verdad del amor.
Con el calificativo “incomunicable”, Gil-Albert está atribuyendo al amor una cualidad mística, desde una óptica socrática y no cristiana. Y así lo ratifica en Los Arcángeles: “El Amor es una invención mística. El amor no físico. Que procede, seguramente, de lo físico, pero que se ha visto obligado a sustituir la fecundación de otra especie, mucho más extraña, de fertilidad. Toda nuestra cultura amorosa procede de Platón, íntegramente. La Provenza es su escuela europea, y Dante un aprovechado discípulo platónico”[22]. En cuanto al calificativo “verdadero”, ha de tenerse en cuenta que, para Gil-Albert, “Todo lo verdaderamente verdadero de la vida es mítico”[23]; esto, evidentemente, es verdad en una perspectiva trascendental y atemporal.
En Gil-Albert, pues, la reflexión amorosa flota hacia lo alto. Producto de esta interiorización, de esta reflexión sobre el ser, sobre la realidad última, es la luz del ser amado. Así, para el amante gil-albertiano, ser particularmente reflexivo, lo esencial no es tanto el descubrimiento del objeto amoroso como el haberlo elevado a reflejo de la conciencia celeste, de esa luz que emana de las estructuras del cosmos y, por tanto, de la estructura del microcosmos que es todo ser humano. Es el redescubrimiento de la sabiduría natural la que reanima la armonía de los ritmos cósmicos.
Al igual que Platón, Gil-Albert resuelve el objeto de placer remitiendo la cuestión del amado a la naturaleza del amor mismo estructurando la relación amorosa como una relación con la verdad. Como en la erótica socrática, no es la otra mitad de sí mismo lo que el amante busca en el otro, sino la verdad con la que se emparenta su alma. Se trata de una erótica[24] que gira alrededor de una ascesis del sujeto y del acceso común a la verdad.
La idea capital de las cosmogonías está constituida por el sacrificio primordial. En las tres obras de la trilogía, el objeto amoroso es sacrificado de un modo o de otro: Valentín, por celos; Miguel y Tobeyo, por alejamiento histórico. Como en todo sacrificio, más que aplacar a la divinidad, se busca renovar al hombre mediante la destrucción de todo lo que falsea lo divino, incluso lo “divino” mismo. El sacrificio augura un nuevo amanecer. El enamorado vuelve a encontrar su centro unificándose a sí mismo y conformando su yo verdadero. Pero también sacrificar lo que se ama es sacrificarse, y podríamos afirmar que el amante gil-albertiano no sacrifica a su objeto amoroso, es el propio amante quien se sacrifica a sí mismo en el otro. Sacrificio por el que se libra de su falso ser contenido en lo “humano” y que apunta al espacio en que lo sagrado y lo divino son uno, donde la luz se hace cuerpo. De ello se obtiene una energía espiritual proporcional a la importancia de lo perdido. El amor, de este modo, no termina para el sujeto enamorado: es eterno. No se renuncia, entonces, al estado imaginario ni se pierde el lenguaje amoroso. La distancia real del amado posibilita al amante su imagen, a la medida del deseo de este.
Con todo lo anterior, hemos abordado la definición gil-albertiana que abría este escrito y que volvemos a retomar, finalmente, para desvelar por fin el discurso amoroso que en ella se fundamenta. “Porque amar, verdaderamente, consiste en centrar en alguien la atracción del cosmos”. Se trata, sin duda, de una definición mítica de experiencia irreductible y de intransferible vivencia.
Se define aquí el amor a través de su acción, es decir, desde lo masculino, pero a su vez desde lo imaginario, desde lo mítico, es decir, desde lo femenino, puesto que, según Barthes, “Amar no existe en infinitivo salvo por artificio metalingüístico”[25]. Se supone que es el amante quien realiza la acción, pero no es así. Es el Cosmos, un Cosmos-Logos, sujeto amoroso y a la vez amado ideal, quien produce esa fuerza de atracción. El amante gil-albertiano la recibe, pasividad que lo feminiza, que no quiere decir que lo afemina, pero es una pasividad no absoluta puesto que centra en alguien la atracción recibida. Y ese “alguien”, también feminizado, se convierte en el receptáculo físico de la incognoscibilidad del Cosmos-Deidad[26].
En cuanto al Cosmos-Logos, Gil-Albert conecta, consciente o inconscientemente, con la vieja idea del Macantropos, figura compleja y polivalente que, desde el Prajapati védico, ha ido transformándose en las doctrinas tradicionales de Oriente y Occidente, y que Swedenborg[27] retomó como el Gran Hombre, que es el cielo mismo, el Pleroma, equiparable al concepto de idea del hombre que aparece en Filón de Alejandría. Decir, pues, que el cielo es un Gran Hombre es afirmar que el Logos es el que corresponde al hombre y, por tanto, este es el Logos mismo.
A través de Valentín, Miguel y Tobeyo, “formas” en las que se refleja el Hombre Arquetípico como constituyente del mundo espiritual, el amante gil-albertiano, que participa, por la atracción cósmica, de la configuración y determinación esenciales del Ser, del Ser hacia el Existir, se nos presenta como un místico existencialista[28]. Ha centrado esa fuerza existencial en ese “alguien” desconocido, ha hecho de él un enigma insoluble y divino donde se anula el juego de la apariencia y el ser. No es otra, pues, la vía por la que Gil-Albert accede al conocimiento del no conocimiento.
[1] “Amar de veras no es más que concentrar en alguien la atracción del cosmos” (Los Arcángeles, Barcelona, Laia, 1981, p.6) ;“Porque amar, verdaderamente, consiste en eso, centrar en alguien la atracción del cosmos” (Valentín, Barcelona, Akal, 1984, p.90); “Porque amar, verdaderamente, no es otra cosa que centrar en alguien la atracción del cosmos” (Tobeyo o Del Amor, Pre-Textos, 1990, p.42).
[2] J. Gil-Albert: Los Arcángeles, ob. cit., p. 25.
[3] J. Gil-Albert: Tobeyo o Del Amor, ob. cit., p.106.
[4] En Los Arcángeles, Gil-Albert se confiesa incondicional del amor: “Desde siempre lo he seguido, porque me eligió entre sus seguidores, me eligió para seguirle, y, equivocado o no, oí su llamada y he puesto en su persecución, inagotable, lo que otros en fundir un imperio o en trazar las coordenadas de un sistema planetario espacial; quiero decir con esto que cuanto tuve: todo mi aliento” (Ibídem, p. 14).
[5] Ibídem, p. 13.
[6] J. Gil-Albert: Tobeyo, ob. cit., p. 106. En esto, Gil-Albert estaría emparentado a Inmanuel Swedenborg, para quien: “En lo que concierne al amor y a la sabiduría, el amor es el fin, la sabiduría es la causa por la que el amor actúa, y el uso es el efecto” (La sabiduría angélica sobre el divino amor y la divina sabiduría, San Lorenzo de El Escorial, Swan, 1988, pp. 73-74)
[7] Ibídem, p. 100.
[8] La estructura de lo real, la existencia del mundo y en el mundo, presupone la separación de los opuestos y la fragmentación de la masa unitaria. El mundo comenzó a existir tras una ruptura de la unidad primordial. Por el contrario, la existencia del hombre en el cosmos representa situaciones inagotables del ser, un ser libre que se mueve a voluntad, que implica la unión de los contrarios y el misterio de la totalidad, lo que Nicolás de Cusa llamaba coincidentia oppositorum. Gil-Albert se esfuerza en trascender la existencia profana, desde una perspectiva transubjetiva, para llegar al conocimiento metafísico de esa realidad última, el ser, la totalidad del yo que se define por la superación de los opuestos.
[9] J. Gil-Albert: Los Arcángeles, ob. cit., p.9.
[10] Ibídem, pp. 85-86.
[11] J. Gil-Albert: Valentín, ob. cit., pp. 65-66.
[12] Ibídem, p. 78.
[13] J. Gil-Albert: Los Arcángeles, ob. cit., p.51.
[14] Ibídem, p. 72.
[15] J. Gil-Albert, Tobeyo o Del Amor, ob. cit. p. 11. En el pensamiento mítico de las primeras civilizaciones, el simbolismo zodiacal asegura el lazo entre el cielo y la tierra, el espíritu y lo físico. Gil-Albert añade aquí una nueva cualidad al objeto amoroso.
[16] Ibídem, p.49.
[17] Ibídem, p.136.
[18] Ibídem, p.28.
[19] Ibídem, p.83.
[20] Ibídem, p.97.
[21] Ibídem, p.180.
[22] J. Gil-Albert, Los Arcángeles, ob. cit., pp. 94-95.
[23] J. Gil-Albert, “Apuntes al borde del abismo, II”, en Glosa, Revista de Filología, n. 1, Valencia, 1987.
[24] Es esta una particular erótica. En la trilogía amorosa, el erómenos gil-albetiano no acepta del erastés una relación propiamente erótica sino de amistad, de philia, ese ideal que Jenofonte reconoce en la Esparta de Licurgo (Ver su República de los lacedemonios, II, 12-15).
[25] Roland Barthes: Fragmentos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI, 1993, p.234. He aquí un nuevo signo, en Gil-Albert, de su posición amorosa. Puesto que ser transportado fuera del lenguaje ―”amar no existe en infinitivo”― es salir de la mediocridad, de lo general.
[26] Es este el sentido que Gil-Albert da a sus ídolos, incomprensible sin embargo para ellos, aunque conscientes de ser meros receptáculos, como lo confiesa Tobeyo: “Claudio amó, a través de mí, algo que no era yo y que no supe nunca lo que era, pero en algún momento me olvidaba de ello, y entonces recibía plenamente, tal como una satisfacción única, como si la esplendidez de aquel homenaje me correspondiera (Ob. cit., p.23). La divinidad amada es, paradójicamente, humana. Como deidad, es un fantasma muy particular puesto que sabe que lo es, cree en esa realidad que se le asigna y no se sabe parte del sueño.
[27] Swedenborg afirma que “Dios es el Hombre mismo. En todos los cielos no existe otra idea de Dios que la idea de un Hombre. Esto es así porque el cielo, en el todo y en la parte, tiene forma de Hombre” (Ob. cit., p.37).
[28] En el discurso amoroso gil-albertiano, se tiende a sustituir la esencia y existencia por el amor y la sabiduría. También podría haber hecho suya Gil-Albert la siguiente afirmación de Swedenborg: “El amor unido a la sabiduría en su forma es un hombre, porque Dios, que es el Amor mismo y la Sabiduría misma, es un Hombre (Ibídem, p.63). Para Gil-Albert, el principio de individualización, del yo, radica en la forma, y, de la intensificación de esta, depende su condición de místico existencialista. En Los Arcángeles, se define como “místico a lo humano” (Ob. cit., p. 13). Su yo no posee una esencia dada de antemano, sino que va adquiriéndola durante su vivir. Y es el amor el factor principal en el proceso gil-albertiano de adquisición de “formas”, del conocimiento.